
Si hay algo que nunca imaginé que haría en mi vida es probarme un vestido de novia. Fue el sábado, previa cita; mi hermana Mechi (sí, vos Robertaaaaa) se casa en noviembre y me pidió que me pruebe un vestido que le gusta.
Allí estaba yo, puntual, en Pronovias, sentada ante un book de vestidos todos blancos, todos con encaje, todos simil a “princesa por un día”, sin saber qué elegir ni qué contarle a la dependienta que me miraba detrás de sus gafas y mofletes regordetes.
Los vestidos tenían nombres cursis como Radiante, Hechizo, Respiro, Hada, Nacar, Sharon o Saturno.
Luego de las preguntas de rigor: fecha del compromiso y medida del tacón, bajamos a una probador donde estaban ellas, las futuras novias y damas de honor, mayores de 35 años, con algunos kilitos de más, desfilando orgullosas ante una audiencia de dependientas, padres, madres y mejores amigas que intentaban exagerar sus suspiros ante la novia embutida en kilos de gasas y telas que tenían un valor promedio de 3000 eurazos.
Que quede claro: estoy a favor de las bodas y todo tipo de unión entre personas que se quieran y tengan la ilusión de amarse y cuidarse para toda la vida. Y más si los dichosos novios quieren compartir su felicidad con un público ávido de alcohol y fiesta.
Pero esta banalización sin sentido de las bodas hacen que las mismas se queden obsoletas y ridículas. ¿qué pinta una mujer rolliza, feucha, cerca de los cuarenta y pueblerina con un traje de boda blanco e impoluto a lo Letizia?
Mechi, consejo de hermana: vos que sos aún joven y delgada, despierta y lista, cómprate un vestido que te guste un rato, que te permita bailar como una loca (as always) y no pierdas tiempo en estas tiendas engañabobos que sólo sirven para crear falsas ilusiones y son el puntapié de deudas y fracasos matrimoniales. Que nadie te diga cómo debe ser tu boda, qué tenés que usar o a quien tenés que invitar.
Por cierto Roberta, ¡ya estamos ahorrando para noviembre!
